Hace ya algunos años mi amigo y compañero, D. Matías, me comentó la existencia de unos religiosos que realizaban discretamente, pero con una dedicación admirable, una de las obras de misericordia que a lo largo de los siglos más ha cuidado, con especial esmero y dedicación, la Iglesia, me refiero a enterrar a los difuntos.
He de decir que comparto con mi querido amigo sacerdote esta sensibilidad que a lo largo de estos veinte años de ejercicio sacerdotal he cuidado con mucha atención y cariño. Los Hermanos Fossores de la Misericordia, que así es como se llaman estos religiosos, fueron erigidos como comunidad laica masculina en el año 1953 por Francisco Victoriano Linares Garzón en Guadix. Su carisma fundacional tiene tres ramas injertadas en las obras de misericordia tan importantes en el ejercicio de la caridad y fraternidad cristianas: consolar al triste, rezar por los vivos y difuntos y enterrar a los fallecidos.
Viven en los campos santos y son, como ellos se definen, testigos de la Resurrección, ayudando a las familias en esos momentos tan duros. Llegaron a tener presencia en seis ciudades de España, pero en la actualidad solo quedan nueve Hermanos en los cementerios de Guadix y Logroño. Llevan una vida de contemplación activa y subsisten gracias a las aportaciones de los Ayuntamientos en los lugares en los que se encuentran asentados como comunidad religiosa por la colaboración y el cuidado en el mantenimiento que realizan en estos recintos.
Podemos pensar que es un esnobismo o algo curioso, pero nada más lejos de lo que puede suponer esta afirmación. Si acudimos al Antiguo Testamento, el libro de Tobías nos presenta al protagonista del texto sagrado, Tobid, enterrando a los difuntos, pese a la prohibición del rey de Siria, Salmanasar. Más tarde, ya en el Nuevo Testamento, aparecen referencias sobre las primeras comunidades cristianas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, donde se muestran estos cuidados a los fallecidos cristianos en las catacumbas.
Quisiera en este día tener un recuerdo muy especial para aquellos que nos han dejado, víctimas de esta enfermedad: más de 25.000 personas que no han podido superar las consecuencias que este virus está teniendo en el conjunto de la población. Nuestro mejor homenaje es el recuerdo que hace presente su memoria, pero lo más eficaz es la oración, un ejercicio que nos une y nos permite traspasar fronteras y confeccionar un lazo espiritual que llega hasta los oídos de Dios para quien toda criatura vive, como nos recuerda el ritual de Exequias que empleamos en las celebraciones litúrgicas en las que despedimos a nuestros hermanos y los encomendamos a la misericordia y al amor del Padre eterno del Cielo que recibe en su regazo el alma de aquellos que son llamados a su presencia.
Como he compartido con vosotros en varias reflexiones, Dios no abandona nunca la obra de su mano ni tampoco a sus criaturas, mucho menos en estos momentos cruciales para la existencia del cristiano que sabe por la Fe que su vida no termina en este momento tan misterioso, como es la muerte, sino que se transforma y permanece a la espera de la Resurrección futura donde, en un cuerpo transformado semejante al de Jesús, seremos llamados a una Resurrección de vida eterna.
Permitidme hoy este recuerdo y homenaje. Deseo que os unáis conmigo en la oración por ellos. Consolemos, en la medida de lo posible, a quienes se encuentran tristes por la pérdida de personas queridas o allegadas a nosotros. Pronto podremos hacernos presentes ante las numerosas familias rotas en su dolor por haber vivido en primera persona este drama.
Ser mensajeros de la Esperanza que no defrauda en Jesús resucitado será para el discípulo de Cristo una labor que habrá de nacer con cariño y deseos de esperanza en los próximos días. Es muy necesario el acompañamiento a las personas que en su dolor viven la ausencia de quienes les han sido arrebatados por una enfermedad que no ha atendido ni a la edad, ni a la cultura, ni a la ideología, ni a la religión, ni a la posición social.
Estemos atentos a esta situación de sufrimiento presente en nuestro mundo y estemos a la altura como seguidores del Señor resucitado en lo que ahora nos demanda nuestra sociedad.
«La Resurrección de Jesús, nos afirma el Papa Francisco, nos dice que la última palabra no pertenece a la muerte, sino a la vida. Si Cristo ha resucitado, es posible mirar con confianza cada suceso de nuestra existencia, incluso los más difíciles y cargados de angustia e incertidumbre».
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Gracias Ivan por tus meditaciones, que nos ayudan a reflexionar. Rezamos por todos los que ya se han ido, es lo último que podemos hacer por ellos, y pedir con Fe y Esperanza, que se acabe este virus