Domingo Savio fue un joven que conoció a Don Bosco en el oratorio de San Francisco de Sales, en Italia, y que se distinguió en su vida por una especial ofrenda de su propia existencia a Dios en sus compañeros, niños y jóvenes, con los que compartía su estancia. De espíritu abnegado, con un gran sentido de la piedad y de la devoción, con un amor muy profundo al Señor en la Eucaristía y a la Santísima Virgen, a la que constantemente se encomendaba en sus ofrecimientos y penitencias, aliviadas en primera persona por quien era su sastre, como él mismo lo definió, su director espiritual, su ayuda, un gran Santo donde los haya, me refiero al ya nombrado fundador de los religiosos conocidos con el nombre de Salesianos.

Un pensamiento hecho realidad que marcó su vida fue este: «No puedo hacer grandes cosas, lo que quiero es hacer aún las más pequeñas para gloria de Dios». Es este ejemplo el que hoy la Iglesia celebra en su memoria y el que me motiva para compartir este momento de reflexión cuando ya finalizamos la jornada.

Son ya varios los días en los que os invito a considerar el esfuerzo que hemos de hacer para poder aunar nuestras energías en un bien común que nos ayude a todos ante el futuro que se nos avecina. La tentación, ciertamente, puede aflorar y desmotivarnos haciéndonos caer en un pesimismo impropio de nuestra condición de cristianos y, por tanto, fuera de lugar como partícipes de una sociedad en la que vivimos y que necesita nuestra palabra, ejemplo y ayuda.

Los creyentes, tal y como puedan pensar otros, no somos seres extraños llamados a vivir aislados en nuestras creencias, sin poder participar de las decisiones o sin involucrarnos positivamente en proyectos que procuran o procuren una estructura social más imparcial, más comprometida y más equitativa. Tampoco debemos ser personas incómodas con nuestros planteamientos que, como fruto de unas mentalidades y actitudes concretas, parecen ser arcaísmos obsoletos, difíciles de encajar con las necesidades reales de este momento.

Por otra parte, momento muy delicado y necesitado de consenso, no de disputa estéril motivada por personalismos o intereses particulares. Esto sería el principio del rechazo y de la imposibilidad de participación por parte del creyente que quedaría desplazado, fuera de lugar. Dejaríamos de ser una ayuda para terminar mostrándonos como parte de un problema.

La actitud de ofrecimiento es la de superar esos criterios personales e interesados para mirar hacia un mismo fin, que no es otro que seguir y poner en marcha mecanismos que reviertan en beneficio de nuestros prójimos, de manera especial en aquellos que más están sufriendo los efectos de esta enfermedad. Nuestra ayuda, por muy pequeña que sea, repito una vez más, resulta muy necesaria. Nuestro interés ha de nacer de nuestro deseo de agradar a Dios en los más necesitados y para ello debemos ser humildes y no pretender circunstancias poco favorables, problemáticas, incluso extrañas, que compliquen la atención a los colectivos más desvalidos y frágiles. Para ello, no necesitamos ninguna publicidad, ni llamar la atención sobre lo que hacemos.

Es inevitable recordar que la pureza de la acción en favor de los demás no es un anuncio sobre lo brillante de esa acción o sobre lo valorado social o religiosamente que vayamos a estar, al contrario. La humildad, la sencillez, la discreción y el buen hacer serán las señas de identidad que aportarán más crédito a lo que realicemos. Recordemos las palabras de la Escritura Sagrada: «Y Dios, que ve en lo escondido, te lo premiará».

Domingo Savio es un buen testimonio de esto mismo que intento transmitiros. Él comía media ración de su comida para ofrecérsela a los enfermos. No decía nada. Actuaba consecuentemente haciendo que esa obra se convirtiera así en un precioso camino de perfección que en estos momentos os invito a imitar.

Podemos preguntarnos, y resulta legítimo, ¿qué ayuda podemos tener? Yo os diría: la misma que tuvo él. Esa ayuda que le hizo vencer cualquier temor ante las dificultades, Jesús mismo. Él decía: «Quien le tiene como amigo y compañero, no temerá ya ningún mal».

Aquí y desde aquí se entiende esa vía, ese sendero que os señalo con frecuencia: la Santidad. Es desde esta disposición de vida cristiana desde donde podemos vivir una gran alegría que radica en un encuentro personal y en una experiencia de gozo con quien nos da la fuerza, el valor y la capacidad para seguir haciéndole presente en el mundo que va apareciendo ante nosotros. Vivida así la Santidad, es alegría.

Dale al play para escuchar la reflexión completa.

Audio: Iván Bermejo, Párroco de San Marcos, Alcalá de Henares.

One Reply to “Meditación Día 53: Reconozcamos la santidad como una alegría vivida en la ayuda a los más vulnerables”

  1. ¡¡ maravillosa reflexión y no menos gozosas sus sugerencias!! ¡¡ que Señor os vaya guiando por sus caminos!!…

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