Hombre religioso es aquel que descubre como válidas en su vida un conjunto de creencias que las asume como propias e intenta hacer junto con ellas un camino posible de experiencia y encuentro, también de perfección, con un referente único al que en el Cristianismo conocemos como Dios, el Dios Amor y Padre que nos presenta a Jesús, su Hijo, su Enviado, su Mesías. A través del anuncio de Jesús sabemos que la vida para Dios es fundamental y los seres humanos son distinguidos por encima de todas las criaturas.
La novedad que aporta el Evangelio es, en primer lugar, el hecho histórico y seguro de la presencia de Jesús en la historia, nacido bajo el poder de Poncio Pilatos. Jesús, el Mesías, anunciado por los profetas, comparte la existencia de los hombres y mujeres de su tiempo dotándoles de un sentido y una esperanza segura y cierta donde la plenitud del amor de Dios se expresa en la llamada a la Resurrección y, por tanto, a la vida eterna, a la felicidad absoluta en la contemplación cara a cara del mismo Dios. Lo veremos tal cual es, veremos su rostro y nuestros rostros estarán en la frente de Dios, nos recuerda el libro del Apocalipsis.
En segundo lugar, otro modo característico de la religión que profesamos es la dimensión paterno-filial que introduce Jesús en nuestra relación personal con el Dios omnipotente que presenta el Antiguo Testamento. Jesús nos invita a llamarle Padre, Padre nuestro del Cielo.
Estas dos circunstancias resultan enriquecedoras y muy profundas a la hora de saber y sentirnos urgidos en la práctica de nuestra fe que, como he recordado en alguna ocasión, no puede quedarse contenida y preservada totalmente en una intimidad absoluta que anule la dimensión comunitaria y extraordinariamente importante que posee el Cristianismo.
A veces me preguntan jóvenes y no tan jóvenes que por qué es importante no perder esta referencia de la práctica religiosa: ¿Por qué he de asistir a la Eucaristía todos los domingos? ¿Por qué he de recibir los sacramentos con asiduidad? La respuesta parte de aquí mismo: no solo es un gesto de agradecimiento a tanto como recibimos por parte de Dios, sino que también es una necesidad por bendecir, alabar y pedir junto con el resto de mis hermanos en la fe tal y como el Señor nos ha indicado en su última cena: «Haced esto en conmemoración mía»; y también en otro pasaje: «Cada vez que dos o más os reunáis en mi nombre, allí estoy yo». No perdamos estas referencias fundamentales que acompañan la praxis de nuestra fe y que se ven adornadas de modo precioso por la oración junto con toda la comunidad parroquial en la llamada Comunión de los Santos. No seremos personas religiosas ni cristianas si no atendemos esta dimensión y si no nos esforzamos por seguir alentando el encuentro con el Señor resucitado y alimentándonos con los sacramentos, fuerza de Dios e impulso fundamental en nuestra vida como discípulos de Jesús.
También es cierto que resulta necesario el acompañamiento del Pastor, diría yo, vital. En el año 1985, D. Carlos Amigo, Arzobispo de Sevilla, escribió una carta espiritual a los servidores del pueblo de Dios; escrito sencillo, profundo, pero directo, como es D. Carlos. En esta carta señala algunos aspectos importantes en la relación entre los Pastores del pueblo de Dios y los fieles. Permitidme señalar algunos de ellos, pues a pesar de los años, no han perdido vigencia ni actualidad.
1.- Asumir al hombre.
2.- Interpelar a la solidaridad.
3.- Tener una reacción valiente y positiva ante la contracultura.
Es cierto que a veces se presentan realidades donde el término condena se hace demasiado presente en las disertaciones, homilías y exhortaciones de aquellos que están llamados a mantener un diálogo fecundo con el hombre y la mujer en la actualidad. Asumir las circunstancias actuales no significa en ningún momento estar de acuerdo con ellas, pero las imposiciones constantes de modos de vida y de anuncios apocalípticos, llenos de miedos y temores, no ayudan a establecer puentes que hagan posible un encuentro con el Dios-Vida, no con el Dios castigador e inmisericorde al cual parece habérsele olvidado la compasión, la ternura y la misericordia, sino con ese Dios compasivo, misericorde y que derrama ternura del que también, por otra parte, nos hablan los Salmos. Hoy se necesita un anuncio en positivo de la realidad de Dios que sigue presente en nuestra vida.
En un segundo momento, la llamada a la solidaridad como principio fundamental de atención a los más necesitados nacido de la misma esencia de la Iglesia. Este cuidado y opción han de resultar vitales para poder cimentar una estructura de Iglesia que sea comunidad, de puertas abiertas, no de departamentos exclusivistas y elitistas donde solo unos pocos tengan voz y el resto se conviertan en esclavos sufrientes de decisiones poco contrastadas y, por tanto, injustas. La Iglesia del Señor ha de ser como lo vemos reflejado en el libro de los Hechos de los Apóstoles: familia de fe, de unidad, de caridad, de amor fraterno. El Pastor ha de procurar en todo momento esto mismo: ha de ser siervo del Señor, no de los señores de este mundo.
Por último, saber reaccionar de forma valiente ante la contracultura, es decir, ante el fatalismo, el agnosticismo, el ateísmo, el materialismo, entre otros. Para ello, la forma de vida del Pastor será un estímulo en el seno de las comunidades. De poco sirven los funcionarios de lo religioso o los pastores de despacho en una situación como la que estamos viviendo y en otras. Se hace imprescindible una propuesta que convenza desde la forma de vida propia del Pastor a todos, especialmente a aquellos de los que nadie se acuerda e, incluso, ante quienes son mal vistos por los grupos más poderosos. El sacerdote a semejanza de Jesús no ha de buscar hacer méritos para procurarse un buen puesto, sino para ser a los ojos de Dios santo e irreprochable por la misión que haya desempeñado como siervo de los siervos de Dios. Como dirá el Papa Francisco, «Para ser un buen sacerdote no cuenta el curriculum, sino la humildad».
Valoremos la grandeza de sentirnos Iglesia viva y presente en nuestro mundo y en nuestra sociedad y valoremos la acción de Dios en nuestra vida; démosle gracias por ello. No dejemos de participar en los sacramentos, muy necesarios en nuestra vida, y pidamos por los sacerdotes para que tengamos un corazón semejante al corazón del Buen Pastor que es Cristo.
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!!precioso y necesario alegato para retomar el camino de una Iglesia renovada y vital!…¡gracias, Padre por sus «recordatorios»…
La fe es un don que Dios nos regala para darnos cuenta que nada es casual y que detrás de alegrías, penas, desgracias, sufrimientos… Hay un sentido. Quien ejercita su fe podrá leer ese sentido amoroso que tiene cada vida y la historia de la humanidad.