Estos días de confinamiento nos permiten recuperar algunos hobbies que en otras circunstancias no podemos realizar como quisiéramos. En mi caso, el estudio y la lectura siempre han sido unos elementos importantes, ya que considero que son una buena fuente de enriquecimiento personal, intelectual y humano para luego poder servir mejor a los demás.

Releyendo a Bertrand Russell, filósofo que vivió a caballo entre la segunda mitad del s. XIX y el s. XX, premio Nobel de Literatura en 1950, conocido por su influencia en la Filosofía analítica junto con Frege (considerado padre de esta Filosofía), Moore (defensor del Realismo filosófico y del sentido común en la Ética, en la Epistemología y en la Metafísica) y Ludwig Wittgenstein (que influye con su famosa obra «Tractatus Logico- Philosophicus» en los denominados positivistas lógicos del Círculo de Viena); retomando parte del pensamiento de Russell en su libro «La conquista de la felicidad», publicado en 1930, me detenía en una afirmación que no dejaba de asombrarme: «el hombre feliz es el que vive objetivamente, el que es libre en sus afectos y tiene amplios intereses. El que se asegura la felicidad por medio de estos intereses y afectos, a su vez, le convierten a él en objeto de interés y el afecto de otros muchos». Una visión, como podemos observar, carente de trascendencia, tal vez, demasiado existencialista, excesivamente ególatra, por no decir egoísta, que también lo es. No pensemos que es un planteamiento ajeno a nosotros y localizado en algunas personas poco influyentes en el conjunto de nuestra sociedad, no es así, por desgracia.

¿Cómo podemos liberarnos de los afectos?, me pregunto. Los afectos y los sentimientos son constitutivos de la persona misma. No somos de piedra cuando contemplamos las realidades de alegría, de gozo, de sufrimiento, de tristeza, de ilusión o de esperanza, entre otras, con las que convivimos diariamente. No podemos aislarnos en una burbuja blindada donde contemplemos el mundo sin dejar que nada nos toque ni nos manche. No podemos dejarnos embaucar por unos intereses personales que nos incomuniquen o marginen de los otros. ¿Dónde quedaría la convivencia? ¿Dónde se encontraría ahí la felicidad? Sería un sucedáneo de felicidad construida por nosotros mismos y terminaríamos siendo autómatas, inexpresivos, motivados simplemente por realizar aquello que consideráramos mejor para nuestros propios intereses. Solo puede dar una respuesta así quien no tiene un referente principal como lo es Dios para el creyente y quien no ha aceptado el mensaje de transformación interior y exterior que nos ofrece el Evangelio y Jesús en primera persona.

El Papa Francisco dirá que «la felicidad que cada uno desea puede tener muchos rostros, pero solo puede alcanzarse si somos capaces de amar». Este es el camino. Para amar tenemos que salir de nosotros mismos y mirar a nuestro alrededor, dejarnos interpelar por todo lo que nos ocurre. Todo tiene un sentido, todo ha de ser valorado (las situaciones, las realidades, los momentos, los días que transcurren, el sol que nos alumbra, la noche que nos recoge, la risa de un niño, el lamento de un enfermo, la palabra de quienes se interesan por nosotros, el beso de quien nos quiere y la oración de quien implora y necesita el auxilio de Dios). Todo es importante. Estos son caminos posibles para aparcar a un lado nuestros ensimismamientos, nuestros gustos, las superficialidades, los materialismos diversos y seguir aprendiendo para poder tener una mirada distinta, más pura, más sencilla, más cuidada, menos interesada por nosotros mismos y más atenta a quienes realmente lo necesitan.

Para buscar la felicidad necesitamos, en primer lugar, desearlo. Considero que todos de algún modo deseamos ser felices, pero no considero que tenga que expresarse como un deseo sin más. Ha de ser un anhelo consecuente, pues si realmente lo pretendemos, deberíamos ir más allá de lo simplemente material. Habrá de nacer desde el corazón para que esa felicidad posea una consistencia y tienda hacia Él mismo que puede perfeccionarla y del cual se ha originado.

En segundo lugar, hemos de aprovechar momentos y dedicar tiempo a jugar con los más pequeños, con los niños, con vuestros hijos si los tenéis. Busquemos la oportunidad para hablar, interesarnos y escuchar a los más jóvenes: sus ideales y proyectos son muy beneficiosos para nuestro mundo, diría yo, necesarios. Intentemos esforzarnos en respetar y esta ha de ser una actitud permanente en beneficio de una convivencia constructiva y útil. El respeto ha de producirse con actitud, con palabras y con hechos.

Y por último, reflexionemos y procuremos en todo momento la paz, la paz en nosotros mismos, la paz con nuestra familia, amigos, conocidos, en nuestros trabajos, en las diversas relaciones humanas y sociales.

Trabajando así y con este esfuerzo de búsqueda, tal vez, seremos considerados extraños, incómodos, y, a lo mejor, recibiremos una etiqueta social que nos estigmatice por ello, pero recordemos: «Felices aquellos que son perseguidos por causa del bien porque de ellos es el Reino de los Cielos».

Dale al play para escuchar la reflexión completa.

Audio: Iván Bermejo, Párroco de San Marcos, Alcalá de Henares.

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