¿Os habéis parado a pensar por un momento, qué ocurriría si volviéramos a nacer de nuevo? ¿Qué ocurriría si tuviéramos la ocasión de volver a la vida con los conocimientos que ahora tenemos? ¿Cuántas oportunidades podríamos volver a evaluar? ¿Cuántos errores corregiríamos? ¿Cuántas situaciones podríamos reconducir o enmendar?
Nacer de nuevo. Esto que no entendían en tiempos de Jesús y que ahora se nos presenta como reflexión en este día, es el punto de partida para meditar con vosotros en este momento.
Renacer significa en palabras de Jesús «sentirse transformado», pero no en un cambio cualquiera, sino en la transformación que nos produce la experiencia del encuentro con Él.
Para poder entrar en el Reino de Dios tenemos que nacer del espíritu, es decir, abandonar nuestra condición de mujeres y hombres «viejos» para revestirnos de una nueva condición: ser mujeres y hombres nuevos. Esto se produce en la conversión personal y, posteriormente, en el Bautismo. Los bautizados somos signados con el crisma de la salvación, el aceite consagrado que nos recuerda la reconciliación con Dios desde Jesús por su entrega en la cruz y su Resurrección, pero también nos llama a la nueva vida por la fuente del Bautismo y la invocación al Espíritu Santo que nos consagra como miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, invitándonos a ser sacerdotes, profetas y reyes en nuestro mundo y en las diversas situaciones en las que nos encontremos a lo largo de nuestra existencia. Es lo que denominamos como compromiso bautismal.
En la Sagrada Escritura el agua tiene una significación que va más allá de lo que pueda parecernos, en una primera aproximación, muy fundamental: el agua, en la Sagrada Escritura, purifica, elimina las manchas del mal. Esa purificación junto con la oración que invoca al Paráclito y la signación con el aceite santo (el crisma) hace que la presencia de Dios en nosotros mismos nos haga ser templos del Espíritu Santo y marque con su huella de amor nuestras almas para siempre, una huella, la de Dios, que no se borrará nunca de lo más profundo de nuestro ser para hacer presente el Reino de Dios como un auténtico hijo suyo.
El compromiso recibido en nuestro Bautismo, acompañado por los otros dos sacramentos de iniciación cristiana (Confirmación y Eucaristía) harán posible que vayamos conformando nuestras vidas de manera más eficaz a las enseñanzas que recibimos del propio Jesús y que contenidas en su mensaje de salvación, que es Buena Nueva para todos, junto con la tradición de la Iglesia como Verdad revelada y la enseñanza de los Santos Padres podamos ir transmitiendo fiel y firmemente este depósito de la Fe de generación en generación. Todo ello asistido por la fuerza de Dios que se hace presente en medio de nosotros y aviva nuestra confianza en Él y nuestra seguridad a la hora de expresar nuestra Verdad que libera de cualquier esclavitud humana, existencial, moral y religiosa y que favorece la expansión del Reino de Dios que comienza en nosotros mismos. Así, podremos, en el ejercicio de nuestro apostolado, poder decir la palabra oportuna en el momento más adecuado.
Nuevamente os insisto en no tener ningún temor en esta misión inherente a nuestra propia condición de bautizados. La evangelización no es solo propia de religiosos o religiosas, sacerdotes, personas consagradas… Todos somos consagrados, pues este anuncio no podemos privárselo a los demás y no podemos hacer que las personas que conocemos que se encuentran a nuestro lado no puedan experimentar lo que nosotros hemos visto y oído. Debemos llevar a los demás este tesoro y compartirlo a tiempo y a destiempo.
Ciertamente, ahora es momento de expresar con gestos y signos la presencia de Dios en un mundo que se pregunta por Él e, incluso, que percibe su ausencia. No es la primera vez que esta pregunta, que este interrogante pueda presentarse ante nosotros. La valentía de los hombres y mujeres de Fe no es heroicidad humana, es impulso de la fuerza de Dios para que como instrumentos suyos hablemos de Él con las atenciones diversas que nos demanda la sociedad y la circunstancia hoy.
La mejor forma de hablar del Espíritu de Dios presente en nosotros no es con grandilocuencias ni con discursos o predicaciones más o menos bien construidas o con una carga teológica- doctrinal perfecta. A Dios hoy se le presenta desde el testimonio de vida, desde la acción de fraternidad y de caridad en los demás, desde la mano tendida siempre sin condiciones, desde la atención a quien vive solo o desde la ayuda al anciano con limitaciones o enfermo.
Recordemos que el Señor pronunció uno de sus mejores discursos desde la cruz y pocas fueron las palabras que dijo, tanto solo siete, pero todas ellas en una clara sintonía con Dios y en beneficio de todos nosotros, sus hermanos. Ellas siguen siendo para todos una gran fortaleza interior y de certeza espiritual del no abandono de Dios, al contrario, son la expresión viva de su presencia alentadora y actuante, también ahora, en esta situación complicada que vivimos.
El Papa Francisco nos recuerda: «Todo bautizado debe dar testimonio de Jesús resucitado. Si el cristiano se deja llevar por la comodidad, por la vanidad, por el egoísmo, ¿cómo podrá comunicar a Jesús vivo?
Dale al play para escuchar la reflexión completa.
¡ muy oportuna, ejemplar y sugerente meditación, para estos momentos de aislamiento y seguridad personal!…¡gracias
RENACER…NACER DE NUEVO…
LO MAS BONITO QUE PUEDE SER…SOMOS INSTRUMENTOS DE DIOS…NUESTRA VALENCIA COMO PERSONAS DE FE SE REFLEJA EN NUESTROS HECHOS…AYUDAR , ENTENDER , REZAR…
GRACIAS PADRE IVAN