A Dios le pedimos muchas cosas, sin lugar a dudas, y en estos días, muchas más. Todas ellas muy necesarias, pero lo más grande que podemos recibir de Él ya nos ha sido dado: Jesucristo, que es redención y vida.
Cuando hablamos de estos dos términos (redención y vida) os invito a abundar en el sentido y en el significado tan profundo que tienen, pues la tendencia que tenemos es a proclamarlo sin más, sin adentrarnos en la esencia misma de lo que suponen para nosotros como creyentes y también de la maravillosa sintonía que poseen en la relación con nuestro buen padre Dios, de la relación que hemos de tener con su enviado y con el Espíritu Santo.
Es el Espíritu Santo de Dios quien nos invita a salir de nosotros mismos para que con su fuerza, con sus dones y carismas podamos activar la alegría en un mundo entristecido para poder señalar la Esperanza donde abunda la angustia y la desesperación y para poder decir que el Amor es fuente de consuelo, ahora más si cabe donde es más necesario en estos momentos: en los enfermos, en las personas que han perdido a sus seres queridos, en quienes de algún modo sufren más directamente los efectos de la pandemia que el mundo entero padece.
El término redención nos remite, en primer lugar, en su etimología latina a un concepto que proviene de Dios mismo, el concepto de Salvación. La liberación de todas nuestras penas y la llamada al encuentro con Dios se producen a través de Jesús, que es quien nos rescata de la pesadumbre y de la aflicción de las diversas situaciones que aquejan toda nuestra existencia, dotándonos de una esperanza singular que nos llama a existir para siempre.
Todo esto se nos ofrece gracias al amor de Dios, actuante y renovador, quien en la persona de su hijo nos dice: «Vive», pero nos invita a vivir no en una vida cualquiera, sino en la vida de Dios, en la vida que permanece, en la que ya no habrá llanto, ni muerte, ni enfermedad, ni dolor. Es desde la Cruz de Cristo, desde su contemplación, desde la victoria de la Cruz en la Resurrección y posterior Ascensión al cielo del Señor, desde donde se nos invita a participar de esa liberación pensada por Dios desde el comienzo de los tiempos y reflejada en su hijo, Jesús, entregado por nosotros en el árbol único en nobleza: su Cruz, su Victoria sobre la muerte.
Decían que no es la Cruz el signo del padecimiento, sino que es el símbolo de la redención. Cristo nos renueva profundamente por dentro y nos llama no a vivir de una ilusión sin sentido o de una utopía irrealizable, Él nos invita a dar razón de una esperanza que habla de Luz, de Salvación. De Luz que brilla en la tiniebla de nuestra vida; de sanación de los corazones desgarrados y doloridos y también nos habla de un camino de perfección posible que nos conduce, a pesar de las dificultades y de los baches de la vida, a la dicha, a la felicidad que no pasa nunca.
El término vida, igualmente, pasa por encima del vocabulario con el que nos desarrollamos de forma habitual, pero si atendemos, en sentido bíblico, a lo que ha de ser considerado por encima de todo llegamos al significado del don de Dios y ahí se abre un horizonte que interpelará y suscitará en nosotros una respuesta nueva y seguramente distinta a la que ordinariamente ofrecemos en nuestras relaciones personales.
Quiero distinguir tres tipos de consideraciones en torno al término vida:
- La vida material: el hecho de vivir la existencia en sí misma.
- La vida espiritual: la profundidad de nuestra alma, de nuestro interior, de la capacidad de poder llegar a Dios.
- La vida eterna: la llamada que Dios nos hace desde nuestra conciencia, entendida esta como sagrario inviolable de la persona en expresión del Concilio Vaticano II para el encuentro definitivo y pleno con Él.
Esta sería la explicación del llamamiento que nos hace hoy el profeta en la primera lectura de la celebración de este V domingo del tiempo de Cuaresma: salir del sepulcro, sabernos llenos del Espíritu, llamados a vivir en sentido abundante desde la promesa de Dios que nos acompaña y no nos deja nunca abandonados, ni mucho menos nos desprecia. Al contrario, Dios sale a nuestro encuentro y nos llena de su amor y de su paz.
No lo olvidemos, nos preparamos para celebrar la redención y la vida; nos preparamos para experimentar en nuestras vidas la presencia de Dios en su Hijo resucitado. Vivámoslo como una oportunidad de transformación y crecimiento interior para así dar sentido a la práctica de nuestra Fe en los más cercanos y en lo más inmediato.
Decía el pensador, teólogo, político y escritor inglés, Lord Canciller de Enrique VIII, Santo Tomás Moro, que «la tierra no tiene ninguna tristeza que el cielo no pueda curar».
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Hoy solo tengo en mi mente una frase de San Agustin :
«Con el amor al prójimo, el pobre es rico ; sin el amor al prójimo, el rico es pobre »
Lo que pasa en estos dias es que todos los que nos cuidan y estan en la primera linea de la batalla , son RICOS LLENOS DE AMOR.GRACIAS A TODOS.
Gracias padre Ivan y un bendecido «Hasta mañana»
Alcanzamos ya la decimoquinta reflexión en este tiempo de desierto cuaresmal tan especial q estamos viviendo. Quiero expresar mi agradecimiento por hacernos llegar estas reflexiones EXTRAORDINARIAS q además nos quedan para volver a saborear. Quiero resaltar el valor añadido de poder ESCUCHARLO lo cual humaniza y da cercanía en esta situación de aislamiento. RECEMOS UNOS POR OTROS Y DIOS POR TODOS
Maravillosa reflexión…y nunca mejor «aplicada» que la actual situación… ¡ gracias, Padre, de nuevo por este «toque !